El hallazgo
Durante las excavaciones realizadas en la zona de la muralla islámica de Madrid aparece, en un silo con material islámico:
Descripción: cuerpo cilíndrico rematado por un casquete troncocónico. Macizo con la base cóncava y un pequeño umbo central. Liso y de color blanco-grisáceo.
Dimensiones: Altura: 3,50 cm. Base diámetro: 27,50 cm.
Técnica: Tallado. Materia/soporte: Talco blanquecino y gris claro.
Datación: 801-1100 (siglos X a XII).
Contexto cultural/estilo: Medieval islámico.
Uso/función: Juego de mesa.
Objeto/Documento: Pieza de ajedrez,depositado en la actualidad, en el Museo de San Isidro.
Lugar de procedencia: Centro (Distrito).
Lugar específico (yacimiento): Cuesta de la Vega (calle).
Clasificación razonada: (...). Esta pieza apareció aislada. Sin embargo, la práctica del juego de ajedrez en Madrid queda constatada en el Madrid musulmán por otros dos restos arqueológicos: el remate de una torre y parte de un alfil, hallados en el Yacimiento de Angosta de los Mancebos, 3.
Extracto de la Ficha del Catálogo. Museo de San Isidro.
Inventario CE1986/1/23
Se trata, adivinarán, de un humilde… peón.
Como dice el catálogo: “
“El juego más importante que los musulmanes introdujeron en Al-Andalus fue el ajedrez. Su práctica estaba ampliamente extendida y, junto a piezas fabricadas en materiales caros y lujosos, propios de personajes acomodados, también se encuentran otras más sencillas que muestran el grado de popularidad alcanzado por este juego”.
No soy capaz de expresar con palabras lo que el hallazgo de esta pieza sencilla supuso para mí. Sólo atisbo a contar que veía mi sonrisa reflejada en la vitrina, feliz frente a aquel objeto mínimo y de un material tan poco noble y frágil como una tiza, al que no podía dejar de mirar. De pronto me sentí como si hubiera encontrado el ajedrez perdido de Duchamp. ¿Qué digo Duchamp? Aquel hallazgo era más importante todavía, era la prueba histórica que documentaba la presencia cotidiana del juego de ajedrez en el Madrid medieval.
Y a partir de aquel humilde peón, como un grano de trigo –la semilla de Sissa– empecé a levantar un tablero entero con la imaginación. En mi fuero interno, yo sabía que tenía todos los trebejos. Fue un segundo fugaz, un momento instintivo, intuitivo, clarividente. Más serendipia que eureka porque, como en el cuento tradicional persa, esta increíble casualidad ponía en orden toda la vida de mi padre y, por ende, parte de la mía. Pero también, y lo que es más importante más allá de las biografías, permitía poner en valor una parte del patrimonioque hasta este momento no se ha tenido en cuenta: la contribución del ajedrez español al patrimonio cultural universal porque fue precisamente en la península ibérica donde el juego-ciencia se renovó adoptando las normas actuales y desde donde se extendió al resto del mundo. Desde hacía años sabía que el legado material e inmaterial de mi padre en torno al ajedrez, debía preservarse y transmitirse a las generaciones futuras, debía pasar de manos privadas a ser patrimonio público, pero hasta ese momento preciso, no supe cómo y de qué forma.
Y a pesar de que suelo ser muy racional: reflexionar, analizar, considerar, especular, etc. sentí que todas las piezas encajaban de golpe y que tenía que avanzar ese peón, caminar por el Puente del Rey, cruzar el Manzanares y coronarlo al otro lado del río.